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El duraznero solitario y el baile colectivo: dos metáforas acerca de la construcción de territorios

  • Thierry Lulle - Investigador UEC
  • 4 mar 2016
  • 6 Min. de lectura

A través del relato de dos momentos puntuales del proceso investigativo, reflexionamos sobre la evolución en el concepto de periferia y en la transformación social que esto implica.


Me voy a referir en este texto corto a dos momentos de nuestro proceso de investigación y de formación: son dos momentos muy puntuales, pero a mi modo de ver nos permiten poner el foco de otra manera sobre dinámicas territoriales que nos preocupan, no solo en esta investigación, sino también en nuestro grupo de investigación.


El primer momento se presentó al principio de este proceso en una de las primeras salidas de campo de todo el equipo en Usme, aludí a él en la reunión que tuvimos ese mismo día en el salón comunal de Olarte; y el segundo cuando se inició el diplomado.

En ambos casos se trata de recordar una situación particular y de allí proponer algunos elementos de reflexión en torno a la construcción de territorios en el contexto de la metropolización tal como la conocemos en Bogotá desde hace varias décadas. Estos dos momentos no tienen relación directa entre sí, son tratados como imágenes sueltas pero las veo evocadoras, sugestivas, y, diría, metafóricas[1]. En este sentido son pretextos para esbozar algunas ideas.


Primer momento. El duraznero entre la ciudad y el bosque de niebla.


Foto: Diana Aya - Vereda Chiguaza - Usme


En una de las primeras visitas de campo que hicimos colectivamente salimos en bus de la universidad (es decir del centro hacia el sur); era una mañana más bien gris y fría, muy bogotana. Atravesamos los barrios populares del “borde oriental del centro hacia el sur”, subiendo y bajando varias veces en las faldas de los cerros pues no escogimos el camino más recto, ni seguramente el más rápido, hasta llegar al sur de la ciudad, es decir, al sur de Usme. En el transcurso de este recorrido, más bien al principio, en lo que hoy día es una “antigua periferia” que se ha vuelto el “borde del centro”, me llamó la atención un árbol frutal, muy probablemente un duraznero (o quizás ¿un cerezo?), no alcancé a distinguir bien las hojas. Estaba solo en medio de viviendas de origen informal.


En la medida en que este barrio tiene fuerte desnivel y que el bus pasó por la parte baja, veía el arbolito, en primer plano, con los cerros verde oscuro y el cielo nublado en telón de fondo. Es decir que, al ser el único árbol entre las casas de la manzana, no sabía si conectarlo con o, al contrario, desconectarlo de este paisaje natural bogotano de los cerros marcado por su vegetación abundante y densa, a la vez tan presente y tan desconocido, tan poco apropiado, por lo menos en el imaginario colectivo. Es así como terminé viendo al duraznero como símbolo de una naturaleza reducida a su más mínima expresión, ya encerrada, cercada, por un mar de concreto, por la ciudad; o, como lo dicen algunos geógrafos para describir el proceso de expansión urbana, por una “mancha de aceite” que nunca deja de extenderse con una rapidez variable pero sin freno, de manera implacable, inevitable, generando urbanización y densificación por todos los lados al tiempo. No obstante, también me decía que se podía ver al duraznero, como resultado de la voluntad de algunos habitantes de tener allí, en el corazón del patio de la casa y de la manzana, algo natural verde y bien vivo.


Me pregunté: ¿Es lo que se espera de la periferia sur actual? Es decir va a seguir expandiéndose este mismo mar de concreto, absorbiendo, arrasando, todo el entorno, el cual era o sigue siendo en mayor parte natural, aunque probablemente de forma diferente de como ocurrió en el pasado. Las palabras más comúnmente usadas para hablar del límite del crecimiento urbano como “periferia”, “borde”, ya están cuestionadas y emergen otras; a veces son neologismos o son inventadas, como “márgenes”, “franja”, “zona de transición”, “periurbano”, “rurbano”, “vorurbano”, “desborde urbano”, etc... Traducen no solo una búsqueda del paradigma adecuado para caracterizar el fenómeno sino también gran preocupación frente a su magnitud.

Mientras en las décadas de fuerte expansión (de los años 1940 a 1970) hubo numerosas luchas de habitantes (la mayor parte siendo migrantes procedentes del campo) en torno a sus nuevas condiciones de vida urbana: la legalización de la tenencia de su predio, el acceso a la vivienda y a los servicios públicos domiciliarios y sociales, la accesibilidad vial al barrio, así como a sus derechos sociales y políticos de ciudadanos, ¿existieron también luchas de organizaciones de campesinos nativos y locales? Parece que es solo más recientemente, a partir de los años 1990, que surgieron reivindicaciones de campesinos amenazados por la urbanización en una periferia más lejana en los límites del Distrito Capital ya conformado como tal: es el caso de Usme donde la comunidad campesina se ha movilizado con bastante fuerza. Ahora bien, algunos campesinos ni siquiera pudieron hacerlo: pienso en los de Bosa donde Metrovivienda urbanizó en los años 2000 todo un sector agrícola ubicado a la orilla del rio Bogotá y en los de Soacha donde se desarrolló en los últimos años el macro-proyecto “Ciudad verde” (¡qué provocación llamar así a un conjunto de numerosos edificios construidos sobre antiguas fincas…!). Javier Reyes nos ha relatado estas movilizaciones y luchas, las que trató de congregar Asamblea sur. Hubo otras formas de resistencia como en los Verjones y, de manera más general, en los cerros orientales; y, más lejos en zonas ya no ubicadas en la ciudad pero sí conectadas con ella, en los páramos, en especial en el Sumapaz donde sigue viva una cierta tradición de resistencia y protesta.


Si hablo de eso aquí es que uno de los aspectos abordados en nuestra investigación es precisamente esta tensión entre ciudad y campo, entre lo urbano y lo rural, con la habitual lectura de lo urbano que invade lo rural, es decir de lo rural visto desde lo urbano y no, al revés, lo rural visto por sí mismo en un contexto de urbanización y lo urbano visto desde lo rural. Este cambio de paradigma no es fácil para quienes trabajan sobre lo urbano y cuando la urbanización es dominante, pero probablemente menos si se piensa en términos de territorio, concepto más genérico por ser “supra- o infra-urbano”.


Entonces ¿este arbolillo es símbolo de una resistencia o, al contrario, de una debacle, de una derrota? En realidad no importa tanto eso sino ver y saber que sí existe y muy probablemente tiene algún papel en la construcción de territorio, en la territorialidad, de quienes lo han sembrado y/o lo aprovechan hoy; debe ser un punto de referencia para ellos si bien no como lo ha sido para mí. Al menos que en realidad (soltándonos de una lectura romántica de la naturaleza) los vecinos lo hayan descuidado... Quizás hoy ya no está… Pero en el borde sur, en el sur de Usme, todavía hay bastante parecidos entre muchos otros árboles, frutales o no, más viejos y más altos. ¿Qué pasara con ellos y, obviamente, con todo este complejo tejido de relaciones entre lo natural y lo humano, con estos territorios?



Segundo Momento. Bailando… es armonizar la vida tejiendo el espacio y el tiempo


Foto: archivo proyecto (Celebración inicio diplomado)


El otro momento al que quiero referirme aquí son palabras pronunciadas al inicio y al final del diplomado, precisamente en este mismo salón comunal de Olarte: al inicio dije que esperaba que durante el diplomado “sigamos bailando” tal como lo acabábamos de hacer durante un buen rato para celebrar el diplomado y desearles la bienvenida a quienes llamamos los “diplomandos y diplomandas”… Quizás no me escucharon los participantes o no me entendieron… Así que me referí a estas mismas pocas palabras en la ceremonia final de grado del diplomado tratando de explicitarlas. ¿Cuál había sido mi intención? Para mí no era solo para alegrarme del baile que había sido realmente un momento muy simpático de ese día, sino que era también una metáfora. Me explico.


A través del baile cada cuerpo, solo, en pareja o en grupo, se mueve en un escenario delimitado (en este caso había sido este salón comunal). Con el movimiento del cuerpo, no es solo el cuerpo que está solicitado, no solo son nuestros pies, piernas, brazos, es todo el cuerpo el que ponemos en acción, es también un juego entre él y la emoción, el corazón, el afecto, así como la mente, la razón, el alma y el espíritu, de tal suerte que se opera como una fusión a la vez fuerte, integradora, y muy liviana. Y al bailar, siendo guiados por el ritmo de la música, también estamos como tejiendo espacio y tiempo, es decir construyendo territorio. Y la cosa se complejiza aún más cuando los cuerpos se unen, se encuentran, interactúan, las parejas se conforman, deshacen y se asocian nuevamente, durante poco o mucho tiempo, es decir que se construye el territorio a través de interacciones entre los individuos, el colectivo y el lugar mismo.


Lo bonito del baile es que va más allá de las tensiones, los conflictos, los desencuentros que siempre hay en las dinámicas propias de cualquier sociedad y precisamente en la construcción de los territorios. Es como si fuera la puesta en escena, la simulación, de una utopía, es decir de un territorio a la vez deseado, soñado, y regulado entre todos los bailarines por algunos códigos comunes implícitos.


A través de estas palabras mi intención era invitar a los diplomando(a)s a aprovechar las herramientas que tratamos de compartir con ello(a)s para construir no solo sus propias utopías, sino las de los colectivos a los cuales pertenecen, con los cuales se identifican, reelaboran identidades desde la memoria y las experiencias tanto las duras – las injusticias, las desilusione-, como las lindas y esperanzadoras, desde ayer, ahora y hacia mañana.

 
 
 

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